El numerito diario en tiempos de cuarentena


coronavirus dead. Photo by Demetrius Freeman NYT
D.Freeman, New York Times

Hace un par de días, el gobernador anunció que en el estado llevábamos dos días de menos muertes. O de menos muertos. Nos recomendó recibir esos números con alguna esperanza pero mucha cautela. Hizo bien, porque al día siguiente, las muertes volvieron a aumentar. 731. 

Prefiero decir «muertos» a decir «muertes». La muerte es una abstracción. El muerto tiene venas y neuronas, tiene nombre e historia, tiene algún reparo, algún remordimiento, alguna querencia, alguna virtud (tal vez sublime), algún defecto (tal vez imperdonable). Tiene listas de cosas por hacer, tal vez hasta ilusiones. Pueden ser modestas, tontas, improbables, vulgares, extraordinarias, pomposas, pero igual las tiene. 

Tuvo soledades, de seguro. Es parte de la condición humana, y digo condición así como  quien dice sustancia constante, independiente del estado, como cuando digo que agua, hielo y vapor son, al final, la misma cosa. Tuvo soledades, y probablemente sufrió la última, la más triste: la de apagarse solito en una camilla. Si tuvo suerte, mucha suerte, lo acompañó la lágrima o la sonrisa de una enfermera milagrosamente desocupada, y digo «milagro» porque no hay manera de adverbiar «carambola» (¿carambolosamente?), sé que podría decir «forma adverbial de» pero déjenme quieta, culpe a mi «estilo», lo que sea que quiera decir “estilo”. 

A veces repasan algunas de sus historias. Las de los muertos, digo. Human interest, le dicen a ese tipo de noticia. A veces las leo lento y de cerca. A veces, para mi vergüenza, les paso el ojo por encima muy rápido, distraída, empeñada en llegar a lo que me ocupa, que es el numerito ese, el de las muertes que deberían ser muertos, como el muerto mismo cuya memoria mi prisa acaba de deshonrar. Así son la epidemias. Lo mismo pasa en las novelas. La Peste de Camus tiene muchas muertes y pocos muertos. Los muertos tienen el “privilegio” de serlo por razones literariamente importantes y humanamente arbitrarias. El más importante en La Peste es probablemente el niño sin nombre pero con apellido a quien el autor le dedica un capítulo completo. No fue el primer niño en morir, ni el más pequeño. Pero fue el primero que le quitó el aliento a esa piedra que es el médico, Rieux, el primero y el último que casi, casi le roba al cura su fe, esa misma fe que al final lo mata. 

Human interest. Las historias de interés humano que más le gustan a la prensa estadounidense (o al menos las más detalladas) son las de gente que gana la “batalla” con el virus. 

La “batalla”. Se me ocurre que en lugar de usar la guerra como metáfora para la epidemia, algún día usaremos la pandemia y la virulencia como  metáforas para la guerra. O eso espero. 

Agradezco los números, sin embargo. Agradezco ese esfuerzo de contar gente. Espero que mejore y se expanda para incluir a los que mueren en sus casas, pero me alegra saber que alguien los cuenta. Quiere decir que, de algún modo, cuentan. Con sus venas, sus historias, sus remordimientos y sus ilusiones, cuentan.  


 

Esta entrada forma parte de un diario de campo que voy escribiendo en los tiempos de la pandemia de COVID-19. La primera es El cuerpo en tiempos de cuarentena, y la anterior a ésta se llama El paseo en tiempos de cuarentena. 

 

 

 

 


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