lo que no contamos

Nota: publicado antes en las revistas digitales La Pupila y 80grados.

No contamos a los muertos de María. No realmente. Los hemos tenido que estimar y calcular, porque los que tendrían que estar contando no lo hacen.

“Contar” es una de esas palabras. Esas que me obsesionan. Esas que tienen más de un significado, a veces discretos y a veces cruzados. Palabras como también lo son “discreto” y “cruzado”.

Contar es ir construyendo, laboriosamente, de uno en uno, una suma.

Contar es tener alguna importancia, valer algo, ser visible.

Contar es tener disponible alguna cosa, algún recurso.

Contar es narrar.

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Dejar muertos sin contar es invisibilizarlos, restarles valor. Contarlos (o estimarlos, cuando contar directamente no se puede, y cuando los que deberían hacerlo no quieren) es hacerlos visibles, devolverles algún valor. Narrar las historias de esos muertos es también contarlos. Y contar con ellos.

Dejar muertos sin contar es enmudecer sus historias, que son también las nuestras. Sin historias no hay memoria, no podemos recordar. Si no podemos recordar, no podemos construir las esperanzas realistas y oji-abiertas que necesitamos. Y es que las esperanzas absurdas, ciegas, o carentes de los cimientos de la memoria no son esperanzas: son optimismos pendejos o fe(s).

Que ningún país “se levanta” sin memoria, sin verdades, sin historia.

Gracias a algunos periodistas y a mucha gente de a pie, hemos podido comenzar a contar muertos. Mientras tanto, los que tendrían que estar contando–casa por casa, morgue por morgue, funeraria por funeraria– no lo hacen. Cuentan con la burocracia necesaria–¿para qué, si no, son las burocracias?–pero no con las ganas.

Los que tendrían que contar muertos son parte de los gobiernos que nos gobiernan. Alegan representarnos. Dicen que cuentan con nosotros. Pero no nos representan, y, para ellos, no contamos.

De todos modos, y por su culpa, tengo que escribir “no contamos los muertos de María.”

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Hay categorías de objetos y sujetos que sí contamos. En Puerto Rico y en Estados Unidos, contamos (apasionados) ciertas cosas.

Contamos votos, por ejemplo. Obsesivamente. Los contamos durante las elecciones, y aún con más ahínco antes de las elecciones. Los contamos, y anunciamos cada cuenta, muchas cuentas, en los mismos periódicos que ahora no quieren contar muertos. Los ilustramos con gráficas de colores y los narramos con entrevistas.

Contamos los “approval ratings” de Trump todos los días. Todos los días.

Contamos las libras que ganan o pierden las actrices, las reinas de belleza y las modelos.

Contamos “likes”, “impressions”, “visitors”, “views” y “comments”.

Contamos los millones que una película genera el primer día. El primer fin de semana. La primera semana. Todas las semanas. Contamos los millones aquí. Contamos los millones en el mundo.

Contamos los billones en los portafolios de los billonarios, y hacemos listas en orden descendente. Sus billones no nos indignan: nos entretienen.

Contamos agravios. Contamos lo que damos, y lo que nos quitan. Le pasamos la cuenta (a la amiga, la hermana, el vecino) de cuando en cuando.

Contamos calorías. Contamos minutos de ejercicio. Contamos pasos, tratando de llegar a los 10,000. A veces compramos aparatitos que nos ayudan a contar todo eso con precisión.

Contamos (bueno, aquí sí que tengo que decir “cuentan”) los billones que debemos, para cobrarlos, cueste lo que cueste, porque el sufrimiento que pagarlos nos cause no cuenta.

Porque “deber” es, curiosamente, más inmoral que cobrar.

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Hay sujetos y objetos que no contamos. Y ojo: “no contar bien” es una versión, una encarnación más débil, de “no contar”. En Puerto Rico y en Estados Unidos, dejamos sin contar (indiferentes) ciertas cosas.

No contamos cuántos “inmigrantes indocumentados” llegan huyendo de la guerra, de las gangas,  de la muerte segura. Imagínate–si los contáramos, ¡habría que llamarlos “refugiados”,  dejarlos entrar, y hasta quedarse!  Habría incluso que bregar con la realidad histórica que vincula la presencia estadounidense en América Latina con la violencia que sus habitantes viven hoy, y de la que intentan escapar.

No contamos (bien) a los soldados estadounidenses muertos en el oriente medio. Imagínate–si los hubiéramos contado bien, ¡nos hubiéramos quedado sin reclutas! Tampoco contamos a los contratistas muertos. Imagínate–si los hubiéramos contado bien, ¡el público hubiera tenido que encarar la magnitud de la inversión pública en contratistas sin subasta! Y, por supuesto, tampoco contamos (bien) a los civiles iraquíes y afganos muertos. Imagínate–si los hubiéramos contado bien, si los contáramos bien hoy, ¡el público tendría que encarar la absoluta inmoralidad de las decisiones de sus gobernantes, y de su propia complicidad!

No contamos bien las muertes de los niños que están, oficialmente, bajo la supervisión de agencias gubernamentales.

No contamos bien las muertes de ciudadanos a manos (o a balas) de la policía.

No contamos (bueno, aquí sí tengo que decir “no cuentan”) lo que ya le hemos sacado a la isla y a los isleños deudores.  Porque “deber” es, curiosamente, más inmoral que cobrar.

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Aun cuando sí contamos, algunos (muchos) se rehúsan a aceptar los números resultantes. Tome los genocidios, por ejemplo. Hay quienes viven obsesionados con reducir esos números hasta lograr el redondeo macabro que los cambia de categoría, que los denomina alguna otra cosa que no sea “genocidio”.

O, como en el caso de nuestros “líderes”, a “real catastrophe”.

Hay puertorriqueños que dicen, que insisten, que el estimado de 1000 muertos es “exagerado”. Quiero entenderlos. No lo consigo. Sigo tratando.

Si no soportan (soportamos) ver a nuestros muertos ni siquiera como números, ¿cómo verlos, vernos, reconocernos, punto?

¿Cómo contarnos? ¿Cómo contar?

¿Cómo levantarnos sin memoria, sin verdades, sin historia?

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